Antieconomía y antipolítica

Antieconomía y antipolítica
Sobre la reformulación de la emancipación social
después del fin del "marxismo"

{segunda parte}

El texto que sigue se publicó originalmente en el número 19 —año 1997— de la revista Krisis (Alemania), con el título de «Antiökonomie und Antipolitik. Zur Reformulierung der sozialen Emanzipation nach dem Ende des “Marxismus”», y está disponible en www.krisis.org La versión española se ha hecho a partir de la traducción portuguesa subida a la red en septiembre de 2002 [http://planeta.clix.pt.obeco]. Debido a su extensión, la hemos dividido en dos partes. He aquí la segunda y última. Traducción castellana: Round Desk.

Robert Kurz

4. La desvinculación en relación con la producción de mercancías

¿Cómo es posible, entonces, una «economía natural microelectrónica» como forma embrionaria? La dificultad consiste en que la forma capitalista de la división funcional de la sociedad, como en el caso de la estructura capitalista del valor de uso, no puede ser asimilada sin alteraciones en una reproducción emancipatoria. El personal de una empresa que, por ejemplo, produce barcos, no puede emanciparse, tal como es, de la forma del valor social. Como no consume los barcos y no puede satisfacer las propias necesidades con los medios de producción de su empresa, y como, al mismo tiempo, la producción específica de su empresa está incorporada a un sistema de división del trabajo capitalista, permanece dependiente de la producción de mercancías, con todas las consecuencias sociales ya expuestas.

Esto en nada es alterado por el hecho de que un movimiento conjunto de la sociedad, con base en todas las empresas, quiera, por ejemplo, a partir de una crisis de la reproducción capitalista, superar inmediatamente, para toda la sociedad, la forma de la mercancía. Los «consejos» de todas las empresas capitalistas no representarían solamente al conjunto de la estructura capitalista del valor de uso, sino también a todo un sistema de divisiones funcionales cada vez más plasmado por la abstracción del valor, desde la industria armamentista hasta las empresas de transporte. Una gran parte de esas empresas, debido a insensatez o a amenaza pública, tendrían que ser inmediatamente desactivadas, y las restantes tendrían que ser completamente remodeladas e insertadas en nuevas relaciones sociales.

A esto se suma el hecho de que, en un sistema productor de mercancías, no existe prácticamente un conocimiento social de la red conjunta de reproducción en el plano material y sensible. El conjunto de los agregados sociales se manifiesta únicamente en la forma de grandezas abstractas líquidas en términos monetarios (flujo de renta, de gasto, etc.), de la manera como son representadas por el «cálculo político-económico total», en tanto que las empresas aisladas, en el aspecto material, sólo conocen a sus propios proveedores y clientes, pero no todo el proceso material ligado en red, del que son una parte. Hay, por tanto, un grotesco desconocimiento por parte de la sociedad capitalista y de sus miembros del agregado material de su propio contexto de vida, que es tan extraño como un continente inexplorado. Por eso, cuando algunos periodistas reconstruyeron la fantástica peregrinación por Europa de un prosaico pote de yogur y el consiguiente gasto insensato de recursos, las investigaciones llevaron a un resultado sorprendente. Este es apenas un ejemplo que se hizo famoso; el mismo problema se repite en todas las cosas producidas, desde la turbina a gas hasta el alfiler.

Un sistema social representativo compuesto por «consejos» de empresa no sólo tendría que luchar contra las furias de los intereses empresariales particulares o sus sucedáneos sino también contra una estructura de reproducción moldeada por las abstracciones del valor –estructura ésta que, por sí sola, tiende a mediaciones señaladas por la forma de la mercancía o, si no, parece exigir de nuevo una meta-instancia política, que interviene «desde arriba», de una manera ora más, ora menos estatizante, con todos los peligros de una autonomización de esa instancia. A su vez, una organización territorial alternativa de los «consejos» (al revés que la empresarial), con base en áreas habitacionales, tampoco resolvería el problema, ya que, en ese plano, sólo se encontrarían retazos de un contexto de producción incomprendido. El antiguo movimiento obrero, en efecto, osciló entre la forma de organización empresarial y territorial, y sucedió por regla general que los sindicatos fueron organizados sobre una base empresarial y los partidos sobre una base territorial. Esto se correspondía perfectamente con el apego a la economía de producción mercantil, por una parte, y a la esfera complementaria de la política, por otra.

La organización de un movimiento emancipatorio, por tanto, no puede partir sólo de las estructuras de la división capitalista del trabajo (empresas), ni sólo de una base territorial (áreas habitacionales), sino que, más bien, tiene que contener en sí la forma embrionaria (anti)económica de una reproducción alternativa. Tal forma embrionaria de «economía natural microelectrónica», que supera la propiedad privada de los medios de producción, no es representable en puntos aislados de la estructura de reproducción (al principio sólo existentes en la forma capitalista), sino únicamente en los puntos finales –donde la producción se convierte en consumo. Pues sólo en estos puntos es posible la constitución de un espacio social de cooperación cuyas actividades no reconduzcan al mercado, sino que sean consumidas preferentemente, en sus resultados, por los propios miembros.

La escisión económica (incluso la de los propios individuos) en intereses del productor e intereses del consumidor es una característica básica del sistema productor de mercancías y de su corolario, la propiedad privada de los medios de producción; la identidad social y comunicativa de los productores y los consumidores es, así, condición sine qua non de una superación de la forma del valor. Desde luego, esa identidad no es posible inmediatamente para el conjunto de la sociedad, sino mediada por instituciones de comunicación social directa: la «inmediatez» se refiere aquí al propio medio, al lenguaje y a las «discusiones sobre» todos los asuntos de la reproducción –al contrario que en un medio indirecto, abstracto, fetichista, sin sujeto y sin lenguaje, como el representado por el valor. Este tipo totalmente nuevo de mediación, sin embargo, debe ser primero él mismo mediado, ejercitado, probado, ampliado y refinado, y por eso necesita de las formas embrionarias que tienen su inicio allí donde la relación entre la producción y el consumo se torna palpable, sin instancias intermedias. Este es un problema insoslayable para todo movimiento social emancipatorio, independientemente de la dimensión o el estadio de la crisis de reproducción capitalista en la que opere.

Históricamente, el mercado fue impulsado siempre por las materias primas y por los productos intermedios, englobando permanentemente nuevas relaciones reproductivas –y ello no sólo hasta llegar a los productos finales, que integran directamente el consumo, sino también hasta la mediación del propio consumo, en la forma de servicios, afectando inclusive la esfera íntima. El totalitarismo económico inherente al capital obligó a que se dominase sin supuestos la reproducción humana y que no se dejase ya el menor espacio que estuviese al margen del proceso de valorización (al margen de la redistribución estatal burocrática, por ejemplo), salvo las actividades en sí no valoradas o sólo parcialmente valoradas a las que damos el nombre de trabajo doméstico, crianza de los hijos, etc. En el límite histórico hoy emergente de la forma del valor, se extingue la fuerza integradora del sistema económico totalitario, pues la revolución microelectrónica, de las maneras más diversas, convierte en disfuncionales y superfluas a un número cada vez mayor de personas. Al mismo tiempo, el sistema no quiere y no puede abandonar su pretensión totalitaria, e intenta mantener en pie la coercibilidad de su forma aun cuando los recursos humanos y materiales ya no pueden ser distribuidos de manera satisfactoria.

Respecto de un movimiento emancipatorio que tenga conciencia de la necesidad de recrear, a partir de las formas embrionarias, la identidad social entre producción y consumo en un estadio superior de desarrollo, se deriva que tiene que arrancar al mercado su presa histórica, en una secuencia exactamente contraria, comenzando por los servicios y los productos finales que entran directamente en el consumo, con el fin de, a partir de esos productos finales, desarrollar y remodelar de forma emancipatoria toda la reproducción, hasta llegar a las materias primas y superar el sistema productor de mercancías. En sintonía con esto, es preciso, ante todo, hacer uso del potencial emancipatorio de la microelectrónica, y no pretender iniciar la producción de chips. En los términos básicos del esquema de reproducción de Marx, este proceso puede ser reducido al siguiente denominador económico común: para desvincular el terreno social de las actividades cooperativas con relación a la forma de la mercancía y no permitir que se retorne de nuevo al mercado, no se debe empezar por la sección I (producción de medios de producción), sino por la sección II (producción de medios de consumo) y por los servicios.

Esta perspectiva se distingue radicalmente tanto de una idea de pequeñas comunidades autárquicas como de todas las concepciones de la llamada economía dual. La autarquía socioeconómica no sería una forma embrionaria social, sino una forma autosuficiente, en el sentido peyorativo del término, que no quiere ni puede mantener el nivel de socialización y de las fuerzas productivas; volvería a un estadio incluso inferior al del modelo pequeño-burgués de producción mercantil y se revelaría, por lo demás, ilusoria, puesto que siempre existe alguna herramienta o algún componente de la producción que una pequeña comunidad es incapaz de producir por sí misma. La misma idea de autarquía, sea en escala regional, «étnica» o nacional, sólo trasladaría el momento de aislamiento a un contexto mayor y, así, ni siquiera conduciría al fin de la producción de mercancías, sino tan sólo a la delimitación mezquina (además de racista y patriótica) del sistema de relaciones correspondiente.

Si se pudiese convertir en realidad, una reproducción autárquica constituiría una «comunidad coercitiva», que oprime al individuo según el modelo de las sectas religiosas, como ya indica la idea de «comunas espirituales» autárquicas de Rudolph Bahro, disidente de la antigua Alemania Oriental. La autarquía no debe ser confundida con el anhelo de autonomía social. Autonomía no significa hacer todo por cuenta propia y constreñir la reproducción a un obtuso ethos comunitario. Autonomía significa justamente lo contrario, o sea, que las relaciones económicas no se sometan más a una relación coercitiva externa, irracional y fetichista, sino que reposen sobre una comunicación libre y consciente, que ofrezca a la obstinación del individuo la capacidad de manifestarse o recogerse en sí mismo. Por tanto, cabe ocupar un terreno social de la autonomía en esta acepción, que sólo puede existir si no se aísla regresivamente y traba múltiples y amplias relaciones, capaces de romper y superar (y no cimentar) las relaciones nacionales, religiosas y «étnicas», que se transformaron en modelos de exclusión en la historia de la modernización.

Por otro lado, las concepciones de la economía dual son incompatibles con las formas embrionarias de la «economía natural microelectrónica», pues éstas no promueven un intercambio estático con las formas del sistema productor de mercancías y no pueden «complementarlo» en una coexistencia pacífica. Las ideas de economía dual no conducen, seriamente, a la desvinculación en relación con la forma de la mercancía. En André Gorz, por ejemplo, uno de los más importantes teóricos de la economía dual, las actividades «autónomas» se mantienen, en última instancia, como un simple pasatiempo, puesto que deben ser subvencionadas por una «renta básica», que será obtenida de las fuentes del mercado, en la forma no superada del dinero. Gorz considera toda la reproducción industrial como irremediablemente «heterónoma», ya que tal característica estaría fundada en el potencial tecnológico. No toma como objeto de reflexión el problema de la forma del valor fetichista ni la diferencia entre esencia y apariencia capitalista de las fuerzas productivas microelectrónicas.

Del mismo modo, tampoco Gorz ni otros representantes de la demanda de un «ingreso monetario básico» reflexionan acerca de que éste sólo sería posible mediante un aparato de redistribución en el interior de una economía nacional. Al contrario de lo que piensa equivocadamente Gorz, no puede tratarse de una mera participación de todos en el progreso técnico-material de la productividad, pues ello supondría una reproducción social de intercambio económico más allá de la forma del valor. En un sistema productor de mercancías, por el contrario, cualquier ganancia en productividad tiene que pasar primero por las mediaciones de la forma del valor y por sus restricciones. Esto significa que no es posible una distribución de los productos según la productividad, sino solamente una distribución de dinero de acuerdo con el éxito en el mercado y, por tanto, con la realización exitosa de plusvalía. Para el sistema de coordenadas nacionales del «ingreso básico», esto significa, a su vez, que en la lucha competitiva en el mercado mundial, aquél está obligado a tener éxito, a fin de recaudar fondos suficientes para la distribución monetaria. La noción de «renta básica» contiene implícitamente, por tanto, una reserva nacionalista y racista: ella no es más que un derivado social-nacionalista del keynesianismo de izquierda.

En la práctica, el «ingreso básico», no importa en qué forma, sería siempre para el individuo un volumen muy pequeño para la vida y muy grande para la muerte, o sea que incitaría a las personas, en última instancia, al «trabajo abstracto» y las engancharía al yugo del mercado. Es por ello por lo que los propios liberales flirtean con esta concepción, pues todos ellos, a través de descuentos compensatorios de la renta salarial, quieren podar derechos sociales adquiridos (jubilación, seguro de desempleo) e imponer una dieta monetaria racionada a los asalariados que les obligue a aceptar, incluso en edad avanzada, «trabajos» francamente miserables.

Sobre todo, las nociones de economía dual no tienen absolutamente en cuenta la crisis del sistema productor de mercancías. De manera bastante crédula, presuponen la supervivencia eterna de la economía de mercado que permanece, desgraciadamente, «heterónoma», y sólo en razón de ello pueden sugerir, para los diversos sectores de la autonomía, un modo inofensivo de complemento del sistema de mercado, que equilibra a largo plazo una estructura «dual» de reproducción. Sin embargo, el asunto cambia completamente de aspecto cuando no sólo la intención de los sectores que deben ganar autonomía apunta a una crítica y superación radicales del sistema productor de mercancías, en lugar de a una simple coexistencia pacífica, sino que también la dinámica del proceso de crisis echa por tierra cualquier tentativa de pacificación reformista. Como el propio debate es ya un resultado de la crisis, las controversias sociales y económicas no tolerarán más un apego duradero a las categorías reales de la forma del valor.

De hecho, ningún paso hacia a los sectores autónomos de la reproducción, desvinculados de la forma-valor, puede suavizar la crisis, sino solamente agravarla. Algunos años atrás, en un debate del periódico Junge Welt, el economista de izquierda Kurt Hübner, redactor de la revista Prokla, argumentó que mi propuesta de desvinculación de determinados sectores con relación a la producción de mercancías operaría, en la crisis, «a favor de los ciclos». Nada más correcto. Todo lo que las personas hacen de manera cooperativa, más allá de la producción del mercado, es arrebatado al mercado. Ello significa «pérdida» acelerada de ventas, empleos y poder de compra. Por tanto, en lo que se refiere a la dinámica de crisis, la desvinculación sería necesariamente una «autorreferencia positiva» y fortalecedora.

Y, como en los primeros estadios de la desvinculación el objetivo sería la producción de bienes de consumo y sobre todo la prestación de servicios (en un plano cooperativo y no-familiar), sería también un golpe de lleno a las esperanzas de una renovación de la economía de mercado por medio de la famosa «sociedad de prestación de servicios». Además, esto se refiere igualmente a la noción de Gorz, que tampoco pensó en tal consecuencia. La opción de la «sociedad de prestación de servicios» es, de cualquier manera, una ilusión, pues una parte considerable del sector terciario no es, en sí, productivo en términos de capital, y sólo puede ser representada comercialmente en forma secundaria y derivada (bancos, seguros, comercio, etc.) o tiene que ser impulsada en la forma de consumo estatal (infraestructura, educación, etc.). Aun así, la eficacia fortalecedora dentro de la dinámica de la crisis podría ser censurada en el proyecto de desvinculación como un tipo de «puñalada» a la economía de mercado. Wolfgang Schaüble, líder del CDU [Unión Demócrata Cristiana] en el parlamento y un protagonista fanático de soluciones conservadoras para la consolidación de la economía de mercado total, protestó con toda seriedad, en su libro Und der Zukunft Zugewandt [Y el futuro cambió] (1994), contra el movimiento «hágalo usted mismo», diciendo que éste quitaría terreno y posibilidades a la economía de mercado y favorecería una «economía de sombras».

Aquí se utiliza negativamente lo que el ensayista norteamericano Alvin Toffler todavía viera, en 1980, como tendencia positiva del desarrollo. Toffler creó entonces el concepto de «prosumidor», la mezcla de un productor «hágalo usted mismo» con un consumidor de mercancías. En un primer momento, de hecho, el propio movimiento de desvinculación desplazará hacia fuera del sistema productor de mercancías una parte del «consumo productivo», con el auxilio de los bienes producidos y adquiridos por el mercado. Toffler, sin duda, ve sólo aquí a los «prosumidores» individuales como a una especie de centauro de las relaciones económicas, el cual, una vez más, debe representar únicamente un complemento de la economía de mercado (pensada en su pleno funcionamiento). Sin embargo, en condiciones de crisis y como un movimiento antimercadológico de formas cooperativas de reproducción, esa desvinculación con relación al mercado podría adquirir una fuerza social explosiva. Contra objeciones como las de Hübner o Schäuble, debe decirse que no tenemos, de todos modos, la intención de asumir responsabilidades por el sistema de mercado y sus «empleos». Como nuestra vocación es la superación de este sistema, no debemos romper en lágrimas cuando cada paso de la desvinculación fuerza, al mismo tiempo, la crisis de reproducción dictada por la forma de la mercancía.

Sin duda, es necesario aclarar exactamente qué esferas van a la cabeza cuando se trata de esa nueva forma de transformación. La definición teórica de que esta desvinculación tiene que empezar por el final de la transición entre producción y consumo ofrece sólo un concepto general que, a su vez, debe ser concretado. De la sección II forma parte también, por ejemplo, la producción de televisores, y entre las empresas de prestación de servicios se encuentran asimismo los bancos. Está claro que la desvinculación no puede tener inicio exactamente en esas esferas. Más bien, el objetivo inicial son los sectores al alcance inmediato de las iniciativas sociales. La producción de bienes y servicios no debe estar implicada profundamente en la división capitalista del trabajo. Además, tiene que mantener contacto con la vida cotidiana y provocar una sensible reestructuración del día a día. Sólo en la medida en que se gane suficiente terreno socioeconómico y experiencia, desarrollándose un know-how propio, podrá ampliarse el campo de la reproducción autónoma.

Las iniciativas para sectores desvinculados de la reproducción pueden muy bien ser llamadas cooperativas, sólo que no se trataría, justamente, de empresas productoras de mercancías, sino de esferas autónomas, con una identidad social entre producción y consumo. Existe al menos un ejemplo de semejante proyecto, abandonado por el antiguo movimiento obrero: las cooperativas de consumo. Hay que observar –y esto muestra, a su vez, la ignorancia de los marxistas «ortodoxos» y de la izquierda posmoderna– que la simple mención de tal palabra hace que se les caigan al suelo las anteojeras. No se trata aquí del intento de crear de la nada, precipitadamente, una nueva sociedad de consumo. Ellas son solamente una entre muchas posibilidades: una ocasión para probar, en la práctica, la reproducción autónoma. Al principio, se trata apenas de fundar críticamente, en un ejemplo como éste, la historia de la cuestión de la desvinculación e iluminar su problemática socioeconómica. Enfocar el tema, desde el comienzo, como inferior, es completamente disparatado.

En términos económicos, las cooperativas de consumo, que fueron fundadas por el reformista social y «socialista utópico» Robert Owen, son, originariamente, un paso efectivo hacia la desvinculación en relación con la forma de la mercancía. De hecho, la intención era eliminar todo un sector del sistema de mercado para sus integrantes, a saber, el comercio individual. En su lugar, surgiría la organización autárquica de las compras en el comercio al por mayor. Así, un momento de reproducción dictado por la forma de la mercancía es sustituido por un momento de autoorganización no mercantil. Para los activistas del movimiento obrero, que organizaron estas cooperativas de consumo, se trataba, sin duda, de un efecto secundario poco notado, pues su horizonte histórico no estaba determinado, mínimamente siquiera, por la idea de una superación de la producción de mercancías. Sólo les interesaba la reducción de los costos de las transacciones para los trabajadores y su independencia en relación con prácticas nada excepcionalmente usurarias de los comerciantes y, sobre todo, con el llamado «sistema combinado» (coacción para que los trabajadores hiciesen sus compras a precios exorbitantes, en las tiendas de los respectivos empleadores, siendo, por así decir, doblemente explotados al recibir, en los hechos, un «salario en especie» empeorado).

Con todo, lo relevante en esa intención de las cooperativas de consumo es que no se trataba de un «principio», de un altruismo abstracto o algo por el estilo, sino de objetivos sumamente prácticos de «reducción de los costos» personales y de mejora de lo cotidiano. Este motivo será también decisivo para un futuro movimiento de desvinculación. La estrategia de «reducción empresarial de los costos» puede ser perfectamente derrotada por una estrategia emancipatoria de «reducción de los costos» para la administración doméstica que, de tal modo, conquista una parcela de independencia al «trabajo abstracto». La fuerza de la cooperación autónoma, que se diluyó completamente en el mercado y en el Estado, debe ser, precisamente, redescubierta en el plano de la reproducción diaria y enriquecida con el potencial de las fuerzas productivas microelectrónicas. El gasto de tiempo con la participación en autoorganizaciones cooperativas es, con certeza, menor que la ganancia por medio de la «reducción personal de costos»: basta pensar en el volumen de tiempo y recursos que la administración doméstica pulverizada en individuos desperdicia en una enormidad de cosas prosaicas, y esto en beneficio exclusivo de los respectivos «mercados».

La cooperativa de consumo es obviamente, para algo semejante, un ejemplo bastante limitado, que aún no establece una actividad autónoma como tal y que permanece vinculada históricamente a la existencia del mercado. Sin embargo, este proyecto podría ser posiblemente ampliado. El hecho de haber fracasado no dependió ni del nivel de las fuerzas productivas o del escaso fondo de tiempo de los trabajadores, ni de la falta de compromiso. Hacia el cambio de siglo [del XIX al XX], más de un millón de personas estaban organizadas en cooperativas de consumo, y parecía que este momento de la reproducción podía convertirse en parte integrante de lo cotidiano y del movimiento obrero. Pero esta criatura no era mirada con simpatía por los líderes politicistas, y las personas, tal vez, tampoco veían con malos ojos que el comercio individual promoviese una campaña en su contra y consiguiese, al fin, transformar por ley las propias cooperativas de consumo en empresas comerciales de venta al por menor, dentro de la más estricta normalidad. Así, se vació la verdadera intención. Las asociaciones de consumo se convirtieron en conglomerados capitalistas, con su cortejo de maleficios, y el interés social desapareció, sobre todo porque el «milagro económico» tras la Segunda Guerra Mundial parecía volver superfluo el problema. La historia social y teórica de esa tentativa, en el contexto de una crítica al sistema productor de mercancías, aún no ha sido escrita.

En una nueva iniciativa de las cooperativas de consumo, las condiciones serían, aparentemente, bastante distintas para cada país. Al menos en Alemania, se trata de un problema de legalidad, puesto que aquí nadie recibe un billete de metro o tiene la posibilidad de comprar directamente al por mayor, si no se identifica como «revendedor». En algunas regiones existen redes alternativas de compra que, en general, promueven el contacto directo entre los productores agrarios ecológicos y los pobladores. Pero estas tentativas se limitan normalmente al «bien de lujo» de productos frescos de origen ecológico, o sufren tanto de reducido alcance organizador como de escasa mediación con un amplio movimiento de crítica social. En un campo de relaciones más vasto, sin embargo, este proyecto podría ser perfectamente reconstruido y volverse, socialmente, pletórico en conflictos.

Un segundo ejemplo son las cooperativas de construcción habitacional. En esta esfera existe también una larga historia, que al menos se cruza con el antiguo movimiento obrero y tiene también relaciones con las demás iniciativas de reforma social. No fue irrelevante, por ejemplo, el movimiento «ciudad-jardín» que nació en Inglaterra. Aquí, mientras tanto, el criterio de desvinculación con relación a la producción de mercancías es significativo en términos económicos: se trata de construir y mantener las casas utilizadas por los propios integrantes (identidad de productores y consumidores). Claro que también es necesario comprar productos de firmas de construcción, pero, en comparación con la construcción comercial, es posible una parcela elevada de actividad comunitaria. Esta parcela podría crecer, en caso de que la construcción (a semejanza de la esfera microelectrónica) fuera acompañada por el saber «politécnico» (know-how de arquitectura, manejo de materiales de construcción, instalación, etc.).

Lo importante es que el producto no reingrese en el mercado como mercancía, o sea, que la cooperación no represente una cooperativa productora de mercancías. Esa es la gran diferencia con la construcción comercial, que produce casas en cuanto mercancías y alquila o vende su utilización. La construcción de viviendas, escritorios, oficinas, centros de comunicación, etc., se vuelve de este modo un campo de rentas de capital. Como los inversores de capital no quieren utilizar para sí mismos los edificios, no les basta recuperar el dinero gastado con la construcción y el mantenimiento. Exigen, además, la obtención de determinada ganancia, que tendrá que competir con las ganancias de otras inversiones de capital y que debe estar contenida en los alquileres, en las tasas, etc. Los usuarios de los edificios, por tanto, tienen que pagar esas ganancias más allá de los costos de producción y mantenimiento, y, con ello, gastar «trabajo abstracto» en otros campos capitalistas. El régimen capitalista fuerza, al máximo posible, que toda la esfera de la construcción sea un campo exclusivo de inversión de capital. De este modo, no es por casualidad que las cooperativas autoorganizadas y autoadministradas no sean favorecidas en términos jurídicos y tributarios, y que, por el contrario, en la medida de lo posible, se las obstaculice y se vuelvan poco atractivas –el paralelo con las asociaciones de consumo es evidente. Aquí también cabe investigar críticamente la historia de las primeras iniciativas a partir de la perspectiva de la crítica del valor.

Las asociaciones de consumo y las cooperativas de construcción habitacional no agotan las iniciativas fracasadas de desvinculación. El problema, con todo, es que esas actividades sólo llevaban una vida oscura, al margen del programa estatal y politicista del antiguo movimiento obrero, y no implicaban una reflexión sobre el concepto de desvinculación ni una perspectiva de superación del sistema productor de mercancías. Por eso permanecieron limitadas (por así decir, «sin concepto») a campos aislados de la praxis. A esto vino a sumarse el control de la burocracia partidaria y, más tarde, de la burocracia socialista, que tenía por finalidad impedir cualquier iniciativa de autoorganización y autoadministración, así como cualquier comunicación «horizontal» autónoma de las unidades básicas de organización entre sí. El gasto no superado de «trabajo abstracto» bajo el régimen estatal tendía automáticamente a canalizar, al máximo posible, todo el fondo de tiempo para la reproducción social y a dejar que la comunicación corriese jerárquicamente, de arriba abajo. Como se sabe, fue por eso que la distinción entre uno y otro sistema, inclusive en sus propios libros didácticos, se definía como «economía central planificada» y «economía de libre mercado», y no a partir de la cuestión de si regía o no la producción de mercancías. La identidad social entre producción y consumo no figuraba entre las metas «socialistas» (o figuraba solamente distorsionada, como seudoidentidad en la universalidad abstracta del aparato estatal), y, de tal modo, la propia cuestión de la desvinculación no podía ser nombrada ni reconocida en las respectivas iniciativas.

De esta manera (y en alianza impía con la postura defensiva del régimen capitalista), lo que fracasó no fueron sólo las iniciativas de desvinculación de las cooperativas de consumo y de construcción; además, el correspondiente potencial de «sociocultura» del antiguo movimiento obrero permaneció inexplorado desde una perspectiva transformadora. Claro está que no se trataba de retornar, por ejemplo, a la «cultura de lavandería y comedor público» del antiguo barrio proletario. Esas formas socioculturales nacieron de la pura necesidad y estaban ligadas al nivel de las fuerzas productivas de entonces. Sin embargo, se debe recordar que las nuevas fuerzas productivas fordistas, que sólo se pusieron en pie en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, sofocaron completamente las iniciativas socioculturales con los procesos de comercialización e individualización abstracta. Incluso las antiguas lavanderías colectivas no fueron modernizadas –por el contrario, la presión de la oferta capitalista fue capaz de ajustar la producción fordista de máquinas domésticas a la estructura de los núcleos familiares. De ello resultó un aumento del trabajo abstracto y del volumen del mercado. Pero la ganancia de tiempo disponible para los individuos, con el uso socialmente pulverizado y la exigencia de especialización individual, era mucho menor, en verdad, de lo que estaba presente en el potencial de desarrollo de las fuerzas productivas.

Lo mismo vale para otros elementos de la sociocultura fracasada de los movimientos obreros. Las instituciones del movimiento obrero administraban innumerables estructuras logísticas, como establecimientos de enseñanza, centros de reunión, oficinas, etc. Sin duda, tampoco a esos establecimientos se les reconoció un valor propio desde una perspectiva histórica. Aquí, el potencial de la desvinculación socioeconómica no entraba en el campo de visión, como en el caso de lo que sucedía con las cooperativas. En lugar de ello, tales iniciativas eran consideradas, exclusivamente, como simples expedientes para el objetivo político-estatal, de manera que no podían adoptar un desarrollo propio. Muchas veces, fueron sumadas al patrimonio del partido o al de uno de sus miembros, y se las gestionó comercialmente, con el fin de obtener recursos para el «fondo de guerra» de la propaganda política. Al menos durante cierto tiempo, el propio movimiento del 68 abandonó dichos establecimientos, que en parte degeneraron en microempresas burguesas. Muchos serían puestos en tela de juicio, en el contexto de un movimiento de desvinculación y superación.

Esto incluye también aquel complejo económico bajo la denominación de «prestación de servicios» que fue gestionado en la forma de los antiguos «comedores públicos», de los salones de reunión, de los centros de comunicación, etc. Establecimientos de este tipo fueron siempre un momento importante en todo movimiento social, pues las personas precisan lugares donde encontrarse, discutir, comer y beber en conjunto. En la historia cultural, existen ejemplos famosos de este tipo. Piénsese, por ejemplo, en los «clubes callejeros» jacobinos de la Revolución Francesa, en los célebres «salones» de los románticos, en la cultura literaria de los cafés o en los «clubes» ingleses. Aunque poco conocido, no deja de ser irónico el hecho de que en los comienzos del movimiento obrero socialdemócrata en Alemania los hosteleros desempeñaran un papel relevante. Del mismo modo, el movimiento alternativo y el del 68 dieron un nuevo aliento a tales establecimientos. El fenómeno reapareció, en Alemania Occidental, en los amplios movimientos de la juventud de los años 70, con su exigencia de casas autogestionadas. El resto de los centros de comunicación que surgieron en la época (de los cuales el Komm, de Nuremberg, se hizo conocido) fue después eliminado por la administración municipal, en virtud de los costos y del cálculo político conservador.

Las necesidades cotidianas a las que se vinculaban tales establecimientos pasan, entonces, a ser diferenciadas casi íntegramente dentro de las formas capitalistas. La base, en ese sentido, está constituida por la pulverización en microunidades domésticas, estructurada por una oferta de máquinas fordistas para la cocina. Al mismo tiempo, la industria mobiliaria capitalista logró crear, bajo la norma fordista, una absurda competición de prestigio en relación con los accesorios de cocina, a la cual ésta se doblega estúpidamente en la forma de «trabajo abstracto». No se pone en cuestión el carácter deseable de las pequeñas cocinas usadas ocasionalmente, por ejemplo, para preparar una cena de dos a la luz de las velas. El incalculable derroche de tiempo y recursos que puede ser impuesto diariamente –y sin protestas– a las masas socialmente atomizadas, a través del proceso de valorización dictado por la estructura del valor de uso, debe ser calificado como un producto maduro de la máquina de sueños capitalista.



Como complemento, por una parte se impone la empresa proverbialmente miserable de las cantinas y comedores de las grandes firmas y de los establecimientos de la burocracia estatal, organizada según los puntos de vista de la racionalidad económico-empresarial, donde la comida ocupa siempre el último lugar. Por otro, la gastronomía comercial ganó terreno: desde las cadenas de fast food basadas en salarios bajos, pasando por las empresas familiares con relaciones internas cercanas a la esclavitud y condiciones de higiene muchas veces dudosas, hasta los establecimientos posmodernos fundados y administrados por baby-yuppies salvajemente profesionales, con corte de pelo a lo Hitler, en los cuales las ínfimas porciones se caracterizan por saciar, como máximo, a un pajarillo. Para los «nuevos pobres», quedan los donativos de organizaciones caritativas –que entretanto se comercializaron– o las acciones de párrocos socialmente infernales, que reúnen para los desamparados las sobras abyectas de las comilonas de lujo. En comparación con esto, el secuestro armado de un rehén debe ser llamado acción emancipatoria. Y los locales de reunión se encuentran sólidamente en poder de asociaciones alemanas conservadoras y de aparatos municipales de administración.

Si ya no existe un solo local para la discusión crítica de la sociedad, y es imposible comer entre amigos sin echar los bofes fuera, surge la cuestión de la plausibilidad, en este sector, de «clubes» autoorganizados como elementos de una economía desvinculada, en los cuales las personas tendrían acceso a la prensa internacional (y, quizás, a una biblioteca), harían uso de anfiteatros para reuniones y podrían comer y beber. En los países anglosajones, incluso en los Estados Unidos, eso fue, durante mucho tiempo, un momento casi obvio de la vida social, aunque se haya deshecho con el avance del desarrollo capitalista y nunca haya alcanzado estratos, zonas o barrios enteros. Lo esencial es no fundar, para un público cualquiera, un objeto comercial dirigido al lucro, sino que las personas preparen tal establecimiento para sí mismas, para las propias necesidades. En términos económicos, esto significaría que cada miembro pagaría, de acuerdo con sus posibilidades, una contribución única y/o periódica, con lo que se haría provisión entonces de todo aquello que sea preciso, sin que la propia empresa retorne al mercado –según el modelo, por ejemplo, de las guarderías autoorganizadas, que constituyen otro ejemplo (y uno de los pocos que nos legó el movimiento del 68). Es indiferente que para las actividades necesarias, algunos de los miembros sean en parte mantenidos financieramente; lo que importa es que el todo no se transforme en una empresa orientada al mercado. Y, obviamente, un establecimiento de esta clase –al revés que una «empresa» sometida a una racionalidad económico-empresarial– no necesitaría ser mezquina y podría, inclusive, aceptar a personas acomodadas.

Claro que todo esto no es posible sólo con un puñado de personas. En términos puramente socioeconómicos, en la Alemania de hoy no impensable que cien personas, por ejemplo, reúnan 10.000 marcos cada una como punto de partida, lo que ya sería un abultado millón. También es fácilmente admisible que esos cien desembolsen 100 marcos por mes para una empresa en funcionamiento (lo que son otros 10.000 marcos) y ya no tuviesen que comprar en el mercado los servicios correspondientes. Pero la izquierda está tan reducida y tan desmembrada en infinitas ramificaciones que se combaten entre sí o, en la mejor de las hipótesis, se ignoran, que parece casi imposible, incluso en ciudades grandes, reunir cien personas (con familia) para un objetivo semejante –esto por no hablar de los capitalistas normalizados. Con espanto, se debe reconocer que el capitalismo consiguió, aun en las cosas más simples, levantar barreras sociopsicológicas casi infranqueables entre los individuos atomizados –barreras éstas que, en la actualidad, sólo las sectas religiosas, para fines más o menos oscuros, son capaces de romper.

Los ejemplos dados hasta ahora, que todavía pueden ser ampliados, se entrecruzan en parte, sin duda, con las concepciones de André Gorz, y éstas, a su vez, con las ideas del «comunitarismo» anglosajón. No se puede formular la necesaria crítica a tales iniciativas desde el punto de vista, por ejemplo, del antiguo movimiento obrero, como ocurre eventualmente por parte de los ortodoxos encarnizados, y, con ello, negar abstractamente los momentos positivos en Gorz y en el propio «comunitarismo». Pero como ya se mencionó en lo relativo a una crítica de la economía dual, la idea de desvinculación crítica del valor se halla en un contexto de crítica social completamente diferente del de Gorz o de la teoría comunitaria, a pesar de las semejanzas. Esto no se refiere solamente a la cuestión básica de una crítica nueva y radical, en lugar de un solícito «complemento» al sistema capitalista. Antes bien, son las esferas autónomas, más allá del mercado y del Estado, las que deben ser el punto de partida de un movimiento de superación que englobe, en última instancia, toda la reproducción, y no el punto de llegada de una «autoayuda» meramente marginal.

El «despliegue» socioeconómico de todo sistema de reproducción puede ser imaginado, en un primer momento (aunque en un ámbito restringido), como el proceso en el que, por ejemplo, muchas de estas iniciativas conjuntas incorporan a su contexto no-mercantil un sector que hasta entonces representaba un suministro del mercado. Para dar un ejemplo simple: varias cooperativas de construcción podrían administrar, en conjunto, un arenal, una cantera o una fábrica de cerámica según las necesidades. O aun, para dar otro ejemplo que excluye toda restricción patriótica, las diversas cooperativas podrían encargar su café y sus muebles a una cooperativa interesada de América Latina.

El problema económico básico consiste en que las actividades esbozadas no estén ligadas mediante el intercambio de mercancías y la relación monetaria, sino que se cree realmente una identidad mediada entre productores y consumidores, en una vasta escala. No se trata de una especialización de tipo económico-empresarial, sino de una división politécnica de funciones, capaz de alternar las personas –y esto en términos regionales y continentales, pues no hay por qué no producir, durante algún tiempo, café en América Latina o pastorear cabras en otra ciudad (lo que sólo funciona, sin duda, cuando el know-how básico se halla difundido como saber y cuando, al menos en ciertas técnicas, la precisión y la «aptitud» reposan más en las máquinas programadas que en el adiestramiento personal). Por lo demás, no se trata de un intercambio de equivalentes abstractos, en una simple forma natural, sino de una pura división técnico-material de funciones, en la cual sólo importa que, dentro de un contexto funcional, las cosas necesarias sean producidas en la cantidad y en la calidad necesarias. Esto puede ser pensado, por un lado, como la división de funciones en el interior de una fábrica, sólo que en forma ampliada; aquí resuena, sin embargo, la idea marxista de la «fábrica» del conjunto de la sociedad, aferrada aún, por otra parte, a aquel concepto de «ejércitos del trabajo», que no trasciende todavía el sistema del «trabajo abstracto». De la misma manera que la relación externa entre las unidades de reproducción sólo fue pensada como el intercambio natural de equivalentes abstractos, así también la relación interna sólo se pensó como la forma natural de la racionalidad empresarial. Sin embargo, cabría reagrupar las divisiones funcionales en un contexto de identidad entre producción y consumo –contexto éste orientado exclusivamente a la necesidad de los integrantes. Eso sólo será posible, con certeza, si ya existiera un sistema amplio y escalonado de reproducción no-mercantil. Durante la época de transición, se puede imaginar que determinadas producciones serán abastecidas en parte dentro de un contexto autónomo, en una forma no-mercantil, y en parte también dentro del mercado. Otras formas son asimismo pensables. De hecho, en este plano termina la posibilidad de definiciones puramente teóricas y comienza, aunque más allá del rechazo de concreción del antiguo marxismo, la esfera en la que sólo es posible la práctica social del «learning by doing» [aprender haciendo], acompañada de un encuadramiento teórico interdisciplinar de economista, técnicos y organizadores críticos de la sociedad.

Se debe resaltar, una vez más, que los ejemplos citados también pueden ser practicados aisladamente (y hoy, eso es laudable sobre todo en los puntos que implican una logística elemental para la propia crítica social teórica), pero que al principio no se puede alcanzar un efecto social por medio de la progresiva universalización de ejemplos prácticos aislados. Esta sería la idea antigua y, en el mal sentido, utópica. En realidad, el objetivo tiene que ser elaborar un tipo de programa o esbozo de una respuesta a la inevitable pregunta de un nuevo movimiento social: ¿qué hacer? Y eso a pesar, o justamente a causa, de la actual calma social bajo el cielo plomizo del neoliberalismo.

Como es sabido, los movimientos sociales no pueden ser sacados de la galera por los teóricos; en realidad, se desarrollan espontáneamente, aunque no, por supuesto, sin cierto impulso inicial o sin la actividad voluntaria de ciertas personas. Sin embargo, no se puede determinar dónde, por quiénes y de qué manera tales movimientos tendrán comienzo. Lo esencial, mientras tanto, es que las ideas para una praxis revolucionaria sólo pueden ganar contorno social a través de un movimiento social. Sólo cuando muchas personas, al mismo tiempo y en muchos lugares, empiezan a «huir del modelo», puesto que ya no quieren ni pueden vivir como vivieron hasta ahora, nace la posibilidad teórica de una praxis social.

Por otro lado, sin embargo, la concreción teórica de la cuestión de la superación no está vinculada directamente a la existencia de un movimiento de masas. Si partimos precisamente del hecho de que en el futuro ninguna de las cuestiones de la transformación será formulada ya bajo los supuestos de una sociedad capitalista del bienestar y de los ganadores del mercado mundial, sino por medio de graves sacudidas económicas, sociales y (pos)políticas, entonces se vuelve más urgente aún que se concrete teóricamente el problema de una superación del sistema productor de mercancías y se desarrolle un debate sobre el asunto. En este sentido, la objeción levantada por los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa» y de las izquierdas posmodernas de que la crítica radical del valor, con el concepto de «desvinculación» y sus implicaciones, se dedicaría súbitamente a una «praxis» inferior y obtusa, no es sólo insensata –pues considera erróneamente la temática de la cuestión de la superación en su falsa inmediatez–, sino también groseramente negligente, ya que implica una postura que no cuenta con las conmociones sociales y, en el mejor de los casos, degrada la crítica del valor a un hobby posmoderno e infraacadémico.

La crisis histórica que se extiende por el mundo y sus consecuencias sociales destructivas nos impone también, desde un punto de vista abarcador, la cuestión de una garantía de las necesidades básicas para todos. Y, de hecho, todos los ejemplos citados, desde las asociaciones de consumo, pasando por las cooperativas de construcción hasta los clubes, los centros de reunión o las guarderías, se refieren a necesidades básicas materiales, sociales o culturales. Se podrían sumar aun sectores como los de la producción de alimentos, ropa, muebles y electrodomésticos, de bienes culturales, de suministro de energía (solar), parte de la infraestructura, enseñanza técnica, servicios sociales, etc. Es ridículo imputar a esta problemática una opción reduccionista por la «subsistencia», en el sentido de una disminución del nivel de necesidad. Al contrario, el objetivo es precisamente no sólo afirmar contra la crisis del sistema capitalista un nivel elevado de necesidades por medio de sectores autónomos, sino también superar las restricciones insensatas del mercado, que exigen un enorme despilfarro de tiempo y placer a través de la individualización económica abstracta.

En otro plano, ha de preguntarse qué son, en verdad, la riqueza y el lujo. Junto con el «trabajo abstracto» y su fruto histórico, la estructura capitalista del valor de uso, se debe criticar también el concepto de riqueza y lujo capitalistas. Sólo la idea de que la opción por las necesidades básicas podría ser una opción por la pobreza de necesidades ya es reveladora. Inconscientemente, se concede así que las propias necesidades básicas en el capitalismo se volvieron, de hecho, pobres. El lujo capitalista, en la cultura de masas (y más que nunca en la variante posmoderna), se refiere sobre todo a cosas secundarias. La posesión orgullosa de un celular o una semana de vacaciones en el Caribe (una ofensa cultural no solamente para el Caribe, sino para cualquier paisaje de este mundo), con lo que las personas creen estar, en términos consumistas, en el ápice de las fuerzas productivas, sólo disimulan el hecho de que la ampliación de la riqueza secundaria fue seguida, históricamente, por una ampliación complementaria de la pobreza primaria.

En la modernización capitalista, el tiempo disponible de ocio disminuyó drásticamente para la mayoría de las personas (inclusive para el propio management). Además, cosas simples como alimentos frescos de huerta, muebles de madera maciza, etc., no se volvieron, relativamente, más baratos, sino cada vez más caros, hasta convertirse hoy en bienes de lujo. Sobre todo, la frontera espacial para los individuos se achicó cada vez más. Si no tomamos como medida la propia pobreza en masa producida por la modernización capitalista, queda de todos modos como evidente que el espacio vital y habitacional se ha vuelto cada vez menor para la mayoría. Lo de «caja de correo para trabajadores», una expresión alemana-oriental, puede ser generalizado a la construcción, la arquitectura, el planeamiento de las ciudades y la política de colonización interna de todo el sistema productor de mercancías, que transformó el espacio y el tiempo en mercancías. Ante esto, cabría plantear, contra las restricciones de la forma del valor y sin rechazar las fuerzas productivas modernas como tales, una riqueza de las necesidades básicas –o, incluso, un lujo de tiempo y espacio. Esto comprende, también, cierta indiferencia respecto a las innovaciones siempre nuevas e independizadas en el plano de las cosas, cuyo consumo ya no guarda ninguna relación con su utilidad. El celular, por ejemplo, y la posibilidad de hablar al mismo tiempo con dos o tres personas por teléfono no representa un avance tan significativo en relación con el invento básico y centenario del teléfono (de manera semejante al CD en relación con el disco de vinilo), hasta el punto de justificar el gasto delirante de tiempo y recursos para la producción y el suministro correspondientes.

La perspectiva de sectores autónomos de la desvinculación en cuanto a la producción de mercancías recibe todavía otra objeción: la duda acerca de su «eficiencia económica». A primera vista, parece que las formas de reproducción así autónomas jamás serán capaces de sustituir el monstruoso grado de división capitalista del trabajo y la elevada intensidad de capital, sin recaer, de inmediato, en un nivel primitivo de «eficiencia». Este argumento no sólo no toma en cuenta el carácter peculiar de las fuerzas productivas microelectrónicas, que ha hecho utilizable un alto potencial de productividad en pequeña escala, sino que además se mantiene encerrado dentro de las categorías de la racionalidad empresarial.

Bajo la presión de la competencia en el mercado, el gasto de capital no está determinado, esencialmente, por las exigencias sensibles y materiales, sino por la coerción de las tasas medias de ganancia, lo que representa una abstracción social. El hecho de que la producción de manzanas y tomates, que crecen casi en todas partes, «valga la pena» en términos capitalistas en caso de que alcance, en el mercado, un volumen gigantesco que derrocha insensatamente transporte y energía, es culpa única y exclusivamente de la medida de valorización abstracta. Cuando se trata de «eficiencia» empresarial, lo que se indica implícitamente es siempre esa medida, que, por sí sola, no es idéntica a los métodos racionales de la producción técnica y material. Sería necesario, por tanto, distinguir entre la utilización de técnicas de economía del trabajo o formas de organización, por un lado, y el concepto de «eficiencia» dictado por la valorización, por otro. La técnica de economía del trabajo es sólo un momento parcial de la racionalidad empresarial destructiva, y, además, bajo su dictado, no conduce, por ejemplo, a la mejora en el trabajo, sino a la simple «falta de trabajo», al desempleo.

En el concepto de «eficiencia» empresarial se debe criticar aun otro aspecto, completamente indeseable en las formas de reproducción autónoma. Se trata de la llamada «capacidad máxima». Ese momento, bajo las condiciones capitalistas, se manifiesta de una manera especialmente absurda, desfigurada: por un lado, la capacidad queda inactiva cuando la empresa no logra atraer para sí un poder de compra suficiente; por otro, para encargos del mercado, la producción tiene que ocupar las 24 horas del día, sin tener en cuenta las necesidades o el bienestar de los «empleados». Bajo la presión de la competencia, hoy los administradores exigen una «ampliación de los horarios de funcionamiento de las máquinas», incluso del trabajo nocturno y dominical. En una cooperación que incluya la identidad entre productores y consumidores, esto no puede ser considerado como «eficiencia», sino solamente como el fruto de un cerebro enfermo.

Desde que las personas comenzaron, por ejemplo, a levantar casas de piedra, el material fue extraído de las canteras que, de lo contrario, permanecían inactivas. Lo mismo puede valer para un contexto de cooperativas autónomas, y también para oficinas y medios de producción. A la inversa, una cantera en cuanto empresa capitalista –en su condición de robot empresarial económicamente atomizado– partirá el máximo posible de piedra y será particularmente «exitosa» si toda la región fuese transformada, en poco tiempo, en un paisaje lunar. A su vez, durante una «crisis económica» (sólo el concepto ya indica el carácter irracional de la forma de reproducción), cuando la extracción de piedras deja de ser «rentable» en términos empresariales, la empresa es «cerrada», y se le pone un cartel con las palabras «Prohibida la entrada», aunque la población tenga que vivir en tiendas o en cavernas.

Es necesario, por tanto, establecer una diferencia fundamental entre la racionalidad absurda de las empresas y una ponderación de la relación costo-beneficio en lo referente al tiempo, a los recursos, etc., en una producción para las necesidades concretas. Los criterios empresariales internalizados, que se manifiestan en una falsa obviedad, tienen que ser conscientemente superados y desenmascarados en su absurdo (ésa es, por así decir, una tarea propiamente analítica o hasta «propagandística»). Si comparamos el gasto personal de los miembros de una cooperativa con las ofertas del mercado y el correspondiente gasto necesario de «trabajo abstracto», la reproducción autónoma, en muchos casos, será perfectamente «capaz de competencia» en términos sociales. Lógicamente, eso no se aplica a todas las esferas, y con toda evidencia no a la producción de materias primas. Fue absurdo, por ejemplo, que en la campaña china del llamado «gran salto hacia adelante», bajo Mao Tsé-tung, se fundiese el acero en hornos de huertas o jardines. No se trataba, entretanto, de una iniciativa de los participantes para satisfacer las propias necesidades previamente discutidas, sino de una campaña estatal (naturalmente fracasada) «desde arriba», con vistas al crecimiento de la grandeza abstracta de la «producción de acero», una de las categorías de la economía política.

La alternativa socioeconómica debe guardar una relación plausible con los gastos. Pero la "autoexplotación» de las primeras empresas alternativas no se dio por una simple incapacidad técnica o de organización, sino, realmente, por la producción orientada al mercado y por la implicación en la forma capitalista de la división del trabajo. En una identidad inmediata o institucionalmene mediada entre productores y consumidores, por el contrario, la cuestión del gasto de tiempo se puede manejar flexiblemente. Si, en un contexto autónomo, la persona gasta diez horas para producir algo que, con el «trabajo abstracto» mediado por la forma de la mercancía, se obtiene en diez minutos, la disparidad sería naturalmente muy grande como para que esta esfera fuese la primera en ser restaurada. Aquí, la desvinculación de la forma de la mercancía sólo podría ser alcanzada con un grado mucho más alto de interrelación. Completamente diferente es el caso de una disparidad, digamos, de una o dos horas. Pues la cantidad abstracta de tiempo, que ya constituye un producto del capitalismo (cfr. el artículo de Gaston Valdivia en este número de Krisis, «Tiempo y dinero, dinero y tiempo. De la producción del tiempo a su desconstrucción por la economía de mercado»), no puede ser de modo alguno el único criterio. Es una experiencia palpable que una hora de «trabajo abstracto» puede ser experimentada como una eternidad en comparación con dos horas de actividad en un contexto social satisfactorio.

El cálculo de tiempo desvinculado de la producción de mercancías es enriquecido con criterios que no existen absolutamente en la racionalidad empresarial. La reducción del tiempo a cantidades abstractas es consecuencia del «trabajo abstracto», que se halla separado de todos los otros momentos de la vida. La superación de la forma del valor significa superar la separación entre «trabajo» y «tiempo libre» y, por tanto, el «trabajo» como tal. Obviamente, esto no quiere decir que durante la operación de una máquina compleja se pueda tomar café o jugar al ajedrez. Sería ridículo pensar el problema en estos términos. Algo distinto, sin embargo, es que el espacio social de la producción ya no esté separado bajo el signo de la racionalidad empresarial, que sea posible «darse tiempo», que el tiempo y el espacio de la actividad productiva esté atravesado por criterios sociales, culturales y estéticos, por el placer, la contemplación, la reflexión, etc. –y esto con la inclusión de la arquitectura y de la relación entre las esferas de la producción y de la vivienda

En varios otros aspectos, aún, el cálculo de recursos de una reproducción autónoma tiene que diferenciarse de la racionalidad empresarial. Si, por ejemplo, la producción de frutas y legumbres para el mercado sólo se muestra, como todo lo indica, inigualablemente barata porque los productos son cultivados según normas de acondicionamiento, expuestos a radiación atómica y almacenados durante meses en frío bajo gases, llegando así a rozar la insipidez, o porque toda una región natural es contaminada y los ríos lo son al punto de que no es recomendable bañarse en ellos, o aun porque asalariados miserables tienen que exponerse, sin protección, a pesticidas y herbicidas como si se tratara de ataques con gas de combate... entonces no es aceptable de ninguna manera adoptar la imposición de ese cálculo capitalista. Y esto vale también para el resto de las cosas. Una desvinculación relativa a la producción de mercancías significa descender inexorablemente hasta las raíces, a partir de la autorreflexión, para determinar todas las condiciones materiales y sociales de la vida, desvinculando así el cálculo necesario del gasto de tiempo y recursos del cálculo capitalista del tiempo abstracto. En el aspecto general, ello traerá una gran ganancia de tiempo disponible y, en el particular, grandes modificaciones del cálculo, tan pronto se hagan a un lado las lentes deformantes de la economía empresarial.

Existen razones más que suficientes para que sean posibles y necesarias una antieconomía desvinculada de la producción de mercancías y la constitución de sectores autónomos, y para que aquélla, la antieconomía, deba empezar en los puntos de llegada de la transición de la producción al consumo y también en el plano de las necesidades básicas. Lo esencial, en primer lugar, es que a eso esté vinculada, a través de la superación de lo cotidiano socialmente desgarrado y de la «reducción de costos» personal, una ganancia de tiempo disponible y de satisfacción para los individuos; en segundo lugar, que pueda ser ganado un momento de autonomía e independencia de las imposiciones del capitalismo; y, en tercer lugar, que se desarrollen un know-how y una experiencia para una superación abarcadora del sistema productor de mercancías en toda la sociedad. Esta desvinculación es calificada como antieconómica, pues el concepto de economía, en la historia de la modernización, fue establecido por las formas jerárquicas de la socialización capitalista.

Sería un error, sin embargo, imaginar el proceso en general desde una perspectiva evolucionista. Esta será, probablemente, la crítica del lector marxista o posmodernista de mala voluntad, para quien «la dirección como un todo no es conforme». Este lector se complace en el olvido, especialmente con relación a argumentos indeseables, y así probablemente ya habrá olvidado que el problema no se sitúa en el contexto de una quimera cualquiera, sino en el de una existente crisis mundial del sistema productor de mercancías, que lo alcanzará también a él, si es que no lo ha hecho ya. Del mismo modo que la desvinculación, como praxis social, es imposible a través de la progresiva generalización de ejemplos aislados, sino sólo mediante un movimiento social, tampoco podrá arrastrarse evolutivamente, con total tranquilidad, de sector en sector, a través del sistema de reproducción social. El hecho de que la dirección del «despliegue» sea contraria al programa del marxismo del movimiento obrero, o sea, que no vaya desde las industrias de materias primas hasta la producción de bienes de consumo, sino a la inversa, nada dice sobre la velocidad histórica del proceso.

Aquí se funda también una diferencia esencial en la cuestión de la «forma embrionaria» entre la transformación protocapitalista y una poscapitalista. La dinámica de la crisis capitalista reduce dramáticamente el horizonte temporal de la transición. Ante nosotros, no se extienden siglos de un desarrollo evolutivo que, en un futuro distante, alcanza un ápice «político-revolucionario», sino, realmente, una transición que durará, como máximo, a través de un terremoto de la sociedad mundial, algunas décadas, en las cuales se decidirá todo, sin que el giro total pueda asumir, sin embargo, la forma de una «revolución política». La «forma embrionaria» de la moderna producción de mercancías tiene, por tanto, un valor completamente diferente de la «forma embrionaria» de la moderna producción de mercancías, en la época de la prehistoria de la burguesía. Ella es un fermento necesario para romper la estupidez empresarial y estabilizar, en términos reproductivos, un movimiento social de superación –aunque no sea un «embrión» en el sentido de la metáfora biológica.

Por eso, una teoría y análisis de la desvinculación tiene que ser, al mismo tiempo, no sólo una teoría y análisis de la crisis, sino que además debe estar acompañada de un debate planificador de toda la sociedad. La teoría de la planificación puede anteponerse al movimiento de desvinculación, pues éste, probablemente, se verá obligado a organizar la transformación no en pequeños pasos, sino en grandes arrancadas. Teóricamente, esta transformación se debe desdoblar tanto en la perspectiva de la identidad inmediata como en la de la identidad mediada –por un lado, el problema de la desvinculación directa de las necesidades básicas y, por otro, el problema del escalonamiento social de la reproducción no-mercantil. Para ello, es necesario elaborar un debate histórico sobre la planificación, y de ello estamos aún muy distantes. Sólo la unidad entre teoría de la crisis, teoría de la desvinculación y teoría de la planificación puede desarrollar una coherente imagen conceptual antieconómica. Y no es por azar, sin duda, que hoy los antiguos marxistas, los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa» y la izquierda posmoderna no vean ningún interés precisamente en estos tres aspectos teóricos, y prefieran reprimirlos o hacerlos a un lado.

5. Movimiento en red y subversión cibernética

Sería mucha ingenuidad presumir que un nuevo movimiento social, bajo los supuestos de la crisis, se iniciase de inmediato con una crítica radical del sistema productor de mercancías. Más bien es probable que tal perspectiva sólo pueda ser mediada por un debate público y por discusiones conceptuales en el propio medio de los conflictos y luchas sociales. Si embargo, no se debe partir de cero. En las sociedades en crisis, hay diversas iniciativas de una «economía barata» que, no obstante, aún está en pañales. Éstas difícilmente hacen justicia a una reproducción «más allá del mercado y del Estado», ya que en la mayoría de los casos reposan sobre subvenciones estatales (comunales) o desarrollan simples fases del mercado y del Estado.

Con todo, es de notar que tales nexos cooperativos, observables en todo el mundo, se han convertido ya en objeto de la literatura sociológica y son conocidos bajo el concepto de «tercer sector» (cfr. el minucioso artículo de Volker Hildebrandt en este número de Krisis, «El tercer sector. Maneras de salir de la sociedad del trabajo»). Lo interesante de esto es que se ha creado, involuntariamente, un concepto opuesto al de «sector terciario», hasta ahora un atributo del mercado. Si el «sector terciario», en la teoría económica, expresa todas las esferas de «servicios» que no forman parte de la sección I ni de la seción II, aunque sean integrantes de la reproducción capitalista, el «tercer sector», a su vez, indica la actividad de iniciativas que no son comerciales ni estatales, y a las cuales se dio la sigla de ONGs (organizaciones no-gubernamentales) u ONLs (organizaciones no-lucrativas).

Sería totalmente erróneo considerar a este «tercer sector», en su configuración actual, como la forma embrionaria de una reproducción emancipatoria y no-mercantil. En general, las actuales formas de organización y conciencia de esta esfera están muy lejos de ello, aparte de que no ha adoptado, en la mayoría de los casos, el carácter de un gran movimiento social. Con todo, es sumamente sospechoso el hecho de que los representantes del marxismo «ortodoxo» o de la Teoría Crítica, así como de las izquierdas posmodernas, no critiquen activamente la iniciativa del «tercer sector», sino de forma defensiva y pasiva: ellos no quieren comprometerse, como si se tratase de un tipo de monstruosidad de la teoría. Detrás de esta postura ilegítima, está el marxismo no elaborado y reprimido del movimiento obrero, cuyas categorías se hacen aún presentes. Y, en tales condiciones, se prefiere perseverar en el gesto altivo y olímpico del sabio, sin mancharse con los conceptos de una realidad modificada.

Sin embargo, para una nueva teoría emancipatoria es necesario intervenir críticamente en el debate sobre el «tercer sector», radicalizarlo y unirlo a la perspectiva de una superación del sistema productor de mercancías. De esto consta no sólo la discusión con las concepciones neo-pequeño-burguesas o neorreformistas y su mediación con la teoría de la crisis, sino también la reflexión histórica y la superación crítica del marxismo del movimiento obrero, junto a sus anticuadas categorías sobre la transformación. En lugar de insistir en usar, de manera irreflexiva e ignorante, los conceptos ciegos e imprecisos de «socialismo», «revolución mundial», «eliminación de la propiedad privada de los medios de producción», etc., como si nada hubiese ocurrido, castigando con ellos los oídos de los activistas (por lo general no socializados bajo el signo del marxismo) de las iniciativas nuevas aunque aún no cristalizadas, sería mejor, en la redefinición de una «sociedad de transición» con contenidos y formas fundamentalmente alterados, dar respuestas a lo que el movimiento obrero, dentro de un horizonte de comprensión histórica reducido, fue a su modo incapaz de responder.

No podemos olvidar cuán difícil fue la mediación del «marxismo», como teoría critica, con todas las demás formas del movimiento social radical de los asalariados en la antigua constelación histórica (hoy ya acabada) desde mediados del siglo XIX. Y tampoco podemos olvidar cuán fructífero, en ese contexto, fue el debate sobre las «transiciones», sobre las «aproximación» a la revolución social. No es por casualidad que lo que queda de la «ortodoxia» y de la izquierda posmoderna no haya levantado el problema de la mediación entre la crítica radical y las iniciativas socioeconómicas, al principio poco radicales, ni haya siquiera pensado en la cuestión de una «transición» bajo las nuevas condiciones históricas. Una y otra ya no pueden alegar seriamente las antiguas concreciones, pero tampoco quieren desarrollar otras nuevas, pues ello llevaría a que rompieran con su paradigma teórico. Por eso, operan solamente con el estuche vacío de las palabras del pasado, que son empleadas con cierta vergüenza y sólo en raras ocasiones, como la vajilla familiar ya pasada de moda que se extrae de la paz de un arcón.

Por el contrario, el debate sobre una nueva teoría de la transformación social, que desarrolle el paradigma de una desvinculación con relación a la producción de mercancías, tendrá que encontrar sus propias mediaciones sociales. Esto incluye también una nueva relación con los conflictos sociales inmanentes al sistema, que, en el período de crisis y transición, tendrán una larga supervivencia. Está claro que las exigencias socioestatales y de salario mínimo, que en todas partes guardan un carácter defensivo en épocas de crisis, ya no podrán, a diferencia de la antigua constelación, ser el motor decisivo de la transformación, precisamente porque la trascendencia del sistema ya no conduce a un nuevo grado de desarrollo del sistema productor de mercancías, sino que más bien rompe con la propia forma de la mercancía. Las luchas por reivindicaciones sobre la base del «trabajo abstracto», por tanto, sólo pueden ser modelos de cierto «espacio de salida». Eso no significa, sin embargo, que no sean relevantes. Una de las debilidades del actual movimiento alternativo y de las iniciativas del «tercer sector» es que son incapaces de vincularse a las luchas en el interior del trabajo asalariado; por lo general, «ponen a un lado» simplemente ese contexto, descuidando los problemas sociales de la mayoría, y se enclaustran en su propia estupidez microeconómica.

Un movimiento social que anhele una desvinculación en cuanto a la producción de mercancías percibe el asunto de una manera completamente diferente. De hecho, desvinculación significa que, por una parte, en un período de transición, la mayoría de los integrantes de este movimiento operan aún, de alguna manera, en el terreno del trabajo asalariado y del Estado social, pero que, por otra, escapan a la relación capitalista en esferas parciales, a través de formas autónomas de reproducción. A diferencia de las concepciones de la economía dual, esta no es una relación estática, sino dinámica, que apunta a la plena superación de la producción de mercancías. Lo cual puede ejercer un efecto totalmente insospechado sobre las luchas sociales inmanentes al sistema, a saber, su radicalización –y ello precisamente porque éstas son simples modelos históricos en proceso de «agotamiento».

El antiguo radicalismo de izquierda, incapaz de pensar algo más allá de la forma del valor, imaginó poder inflamar las luchas por salarios y condiciones de trabajo a través de un aumento simplemente cuantitativo, hasta la «revolución». Ese cálculo, sin embargo, fue hecho sin el conocimiento de los interesados. En realidad, los asalariados, que se mantenían cautivos de las formas del fetichismo (fetiche de la mercancía, fetiche del dinero, fetiche del salario) y buscaban su bienestar sólo dentro de estas formas, tenían plena conciencia, por supuesto, de que estarían obligados a respetar las modalidades y los límites del sistema del que eran parte y del que obtenían las gratificaciones en la única forma que les parecía posible. Por eso, después del inicio, los sindicatos no fundamentaron sus exigencias en que éstas eran deseables o necesarias para la vida, sino en que eran inmanentes al sistema y compatibles con las leyes de la forma del valor. Bajo las condiciones de la crisis y de la competencia exasperada en el mercado mundial, esto conduce necesariamente al compromiso de los asalariados y sus sindicatos con la «situación» y con la supervivencia del sistema.

En alta mar, cuando no se tiene otro barco, todos estarán dispuestos, aun bajo las condiciones más adversas, a someterse al destino y harán cualquier cosa para que el barco permanezca intacto. Pero si se encuentra ya disponible otro barco, hacia el cual, de una manera u otra, todos quieren trasladarse, entonces es posible, con total tranquilidad, prender fuego al antiguo y colgar al enloquecido capitán Ahab del palo mayor. En la medida en que otra reproducción sólo existe en la imaginación y aquélla, a su vez, permanece limitada a la propia normalidad de la antigua forma, será imposible una radicalidad en el interior de la forma. Irónicamente, la lucha social basada en el trabajo asalariado y en el Estado social sólo puede ser agudizada cuando el objetivo ya no es el salario en dinero. Únicamente cuando sectores de una reproducción autónoma sean palpables, será posible impulsar una batalla social inmanente al sistema de un modo totalmente incondicionado y nihilista con relación al destino de la famosa economía de mercado.

La relación entre una desvinculación socioeconómica referente a la producción de mercancías y los conflictos sociales inmanentes al sistema no se agota, sin embargo, en esa mera agudización negativa, sino que contiene también un momento positivo de la propia desvinculación. En este sentido, existe en el interior de este nuevo paradigma cierto contacto entre inmanencia y trascendencia al sistema, aunque con un objetivo modificado. Esto se aplica, sobre todo, a la creación de un fondo de tiempo para la actividad en sectores desvinculados y autónomos de la reproducción. Aquí vale el lema: tiempo no es dinero, sino emancipación del dinero. La antigua lucha del movimiento obrero por la reducción de la jornada de trabajo sólo puede ser retomada para un objetivo nuevo nuevo y distinto; en el sentido sindical de hoy, bajo la presión de la crisis y del debate «situacionista», hace mucho que aquélla se encuentra superada y difícilmente sea propagada con seriedad.

Si la meta ya no es la obtención de «empleos» en la economía de mercado, sino la creación de un fondo de tiempo para las formas autónomas de reproducción, entonces, bajo esa meta, pueden ser reunidas perspectivas totalmente distintas de los conflictos, como el problema de la reducción universal de la jornada de trabajo y la desaparición de las horas extras, por un lado, y la exigencia de un trabajo parcial conveniente e íntegramente remunerado o la lucha contra los recortes en el seguro de desempleo y en la previsión social, por otro. Asalariados, precarios, desempleados y beneficiarios de la asistencia social podrían unirse en la lucha común por un fondo de tiempo autónomo y alternativo, que anule la relativa contradicción de intereses en el interior de la forma del valor. Para que eso sea posible, claro está, el nuevo paradigma debe ser elaborado socialmente y estar presente tanto en el debate sindical como en los movimientos de defensa propia y de los desempleados.

La lucha por un fondo de tiempo social autónomo se corresponde con una exigencia de recursos materiales y «naturales». Uno de los aspectos de la desvinculación es, con certeza, la adquisición colectiva y autofinanciada de medios de producción, en el sentido más amplio: antes de que el antiguo marxista comience a suspirar, tendrá que recordar que el patriarca Karl Marx consideraba posible la «compra total» del capital inglés por la «clase trabajadora» inglesa asociada. Lo que es pensable en gran escala, también es posible en escala reducida. Sin embargo, este procedimiento, obviamente, no basta para nosotros. Además, es preciso exigir del Estado y del capital recursos directos como tierras, edificios y medios de producción para la utilización libre y autónoma, sobre todo cuando hoy, en medio de la crisis, recursos de todo tipo permanecen inactivos. El movimiento de los centros de juventud y de ocupación de casas en Alemania Occidental, como también el movimiento de ocupación de tierras en innumerables partes del Tercer Mundo, ya afirmaron embrionariamente tales exigencias, a partir de motivos completamente diversos. No es de sorprender que, hasta ahora, dichos movimientos no hayan actuado en la perspectiva de una superación del sistema productor de mercancías. Pero esto puede cambiar, a medida que esa perspectiva sea trabajada y las opciones de la economía de mercado se revelen, al mismo tiempo, como ilusiones.

Con esto, vemos que podría haber un camino para ligar en red –sea por el contenido, sea por la organización– las exigencias o los conflictos inmanentes al sistema y un movimiento de desvinculación o de superación. Esta será, en correspondencia con el estadio de desarrollo de las fuerzas productivas microelectrónicas, la forma de organización futura de la crítica radical de la sociedad: en vez del dualismo entre «partido y sindicato», con un principio correspondiente de organización estático, jerárquico y autoritario, a imagen de la relación mantenida con el Estado y el mercado, surgirá la forma flexible (y además difícilmente sujetable o «cohibible») de un movimiento ligado en red de diversas iniciativas, en diversos planos.

Ello se refiere tanto al contenido como al carácter «pluridimensional» de las organizaciones de base. Lo esencial es que las iniciativas de un movimiento de desvinculación no se dejen restringir unilateralmente. A una amplia orientación antieconómica tiene que sumarse la respectiva orientación antipolítica. La definición conceptual de política, en la izquierda, deja que desear. En el fondo, aquélla engloba la actividad en general de crítica de la sociedad, desde la difusión de contenidos teóricos hasta la acción antisfascista. En el estricto sentido conceptual, sin embargo, «política» no es nada más que la actividad relacionada positivamente con el Estado, análoga a «economía» como una actividad positivamente relacionada con el sistema productor de mercancías del capital. Así, la antipolítica sería una actividad de crítica autónoma de la sociedad, que ya no tiene por objetivo positivo al Estado como forma estructural, en el sentido de una «toma del poder», así como la antieconomía, en cuanto rudimento de una forma social distinta de reproducción, ya no actúa positivamente en el interior de las categorías de la forma de la mercancía.

Para eso, todos los planos de la crítica tienen que ser colmados, aunque con otros objetivos y contenidos. Un movimiento de desvinculación no puede limitarse a la problemática antieconómica de la reproducción (aquello que, en la terminología antigua, habría sido la «lucha económica»). Antipolítica significa observar y adoptar, en términos prácticos, todos los fenómenos sociales: desde el desarrollo cultural hasta el racismo, desde la producción burguesa hasta la crisis de los Estados nacionales y de las instituciones internacionales. Y, en un plano básico, la relación entre los sexos es un hecho «antipolítico». El blanco de estas intervenciones ya no consiste en «traducir» los intereses mercantiles y monetarios al sistema político, sino en demostrar en todos los planos que el sistema productor de mercancías de la modernidad, a la par que sus instituciones políticas, llegó históricamente a su fin y que es capaz de arruinar la vida humana, debiendo, por tanto, ser sustituido.

Un aspecto importante es la «investigación práctica», o levantamiento crítico de toda la reproducción material y sensible de la sociedad (incluso donde no se puede desarrollar, en el presente, un sector autónomo), a fin de comprobar la insensatez e insalubridad del sistema. Se trata, así, siguiendo el lema irónico: «los ciudadanos observan su propia reproducción», de descifrar todo el nexo de vasos mundialmente comunicantes en el plano material y de criticarlo radicalmente, de descubrir los «secretos empresariales» de empresas y autarquías, de investigar el terreno del flujo de recursos aún desconocido por la sociedad (en la misma línea de la reconstrucción de aquel periplo grotesco de un pote de yogur, por ejemplo), de enfocar la red de transporte, energía, información, canalización, desagües, etc., y presentarla críticamente –en una palabra: de ejercer la antipolítica como un tipo de «política socioecológica de desenmascaramiento», sin medias tintas.

Para esto, se puede echar mano del material ya existente de iniciativas sociales y económicas. Con todo, ha de quedar claro que el procedimiento aquí esbozado aún no se aplicó en gran escala o de modo sistemático –y ello simplemente porque la reproducción material y su ligazón irracional por medio del sistema productor de mercancías no puede ser, lógicamente, un objeto de la economía ni de la política en la sociedad burguesa. Y mientras los movimientos sociales y ecológicos sigan actuando en términos económicos y políticos, en la antigua acepción de la palabra (o incluso con la perspectiva ilusoria y regresiva de una «economía de mercado socioecológica» y de una «reconstrucción ecológica» de la sociedad industrial capitalista), serán incapaces de llegar a una política abarcadora y sistemática de superación y desenmascaramiento socioecológico, y ni siquiera desarrollarán un concepto correlativo. A pesar de que el material reunido por esos movimientos e iniciativas se oponga, por su contenido, a las categorías de la economía y de la política, sólo podrá ser entendido y absorbido sistemáticamente en éste su carácter en la medida en que el paradigma de la crítica del valor y de la desvinculación se convierta en un hecho «antipolítico».

En la estela de este nuevo procedimiento, tal vez sea posible aprovechar, de una forma alterada, ciertas ideas de los obreristas y sobre todo de los situacionistas. El concepto obrerista de «investigación» se restringe, sociologísticamente, a un tipo de «sociología práctica» (como el tema de la «composición de clase» y de sus mutaciones), y por ello, tendría que ser reformulado como una «crítica práctica del valor». El tema situacionista de una investigación del terreno socioeconómico de ciudades, regiones y «campos» de reproducción sociocultural apunta en ese sentido. Se puede pensar en «campos» como el de la producción de alimentos y su historia capitalista, el sistema de movilidad («producción de automóviles»), la arquitectura, la construcción de viviendas y ciudades, etc. Sería estimulante y quizás hasta divertido investigar sistemáticamente la estructura material de la reproducción y del valor de uso de la relación capitalista, desvelándola críticamente. Este procedimiento podría estar acompañado por las campañas contra la ideología y la cultura del «trabajo», que predominan en las sociedades occidentales desde el protestantismo y que hoy se extienden a todo el mundo. La crítica y el análisis teóricos de la forma del valor, del «trabajo abstracto» y de la crisis podría, con ello, encerrar un vasto campo de actividades antipolíticas, que acompañaría y prepararía el proceso socioeconómico de la desvinculación.

De estos contenidos resultan también las otras estructuras organizadoras de un «movimiento en red». Ligazón en red puede significar que diversas iniciativas de la esfera teórica y del análisis, de la desvinculación práctica y socioeconómica, de la lucha por exigencias inmanentes al sistema, de la acción e investigación antipolíticas, etc., crean una estructura de comunicación y una logística comunes. La ligazón en red puede consistir también, sin embargo, en el hecho de que cierta iniciativa u organización de base no se limite a un proyecto unidimensional, sino que más bien tenga siempre algo diferente en vista. De esto poseemos un notable ejemplo estructural. En muchos países del Tercer Mundo es común que unidades del ejército o de la policía desarrollen, al mismo tiempo, actividades económicas, sea por falta de dinero para el sustento, sea como empresa para el mercado. De esta estructura se puede deducir algo semejante para un movimiento antieconómico y antipolítico de superación: los empleados de una empresa productora de mercancías pueden organizar también un sector de reproducción autónoma (desde guarderías hasta la producción de alimentos); una cooperativa de construcción o una asociación de consumo pueden promover una campaña antirracista; una iniciativa de contenido teórico puede esbozar un proyecto de desvinculación; una cooperativa de producción autónoma de alimentos puede rodar una película contra el «trabajo» o colaborar en un proyecto antipolítico de investigación; y los organizadores de una guardería autónoma pueden incluso activar una empresa subversiva de encomiendas.

Semejante movimiento pluridimensional en red dará origen también, en cierto punto de su desarrollo, a instituciones concentradas, desde el plano local hasta el transnacional, como por ejemplo en la forma de «consejos». Estos consejos serían organizados en el plano territorial, pero ya no como expresión política y abstracta de voluntad, sino como órgano de representación y comprensión de una contra-sociedad práctica, que no represente, al mismo tiempo, un terreno superficial y delimitado de «exclusión», sino que, en su condición de contra-sistema flexible, figure como una piedra en el camino del capitalismo. Tal movimiento en red, como forma embrionaria y de desarrollo de una sociedad, será identificado y simbolizado por las instituciones capitalistas, y él mismo, en su postura de negación del sistema productor de mercancías, se identificará como tal. Esa «identidad negativa», sin embargo, no instala un nuevo «principio» fetichista, y, en esa medida, puede extinguirse y volverse histórica, siendo sólo «sociedad» cuando el capitalismo sea superado.

Como movimiento de negación, es también una red social que, en su intención, tiene que ser sobre todo transnacional. Se puede comparar semejante estructura, por ejemplo, con la red (informal) de ultramar de los emigrantes chinos o con las redes transnacionales de sectas religiosas, sólo que el contenido sería completamente distinto y emancipatorio. Cualquier miembro de ese movimiento en red tendría que poder moverse por todo el mundo, en beneficio de ese impulso de negación, y siempre «estar en casa» donde esa red se ramificase. El teórico de la administración John Naisbitt (Hong-Kong) considera las redes análogas de los chinos de ultramar como el modelo de organización del siglo XXI, que vendrá a sustituir al Estado nacional. En el contexto del sistema productor de mercancías, que Naisbitt ni siquiera en sueños desea abandonar, esa forma de organización, no obstante, fracasará o asumirá rasgos bárbaros. En el sentido de un movimiento de desvinculación y superación, sin embargo, se puede hablar, efectivamente, de un modelo de organización semejante del futuro.

¿Y la cuestión del poder? El marxismo del movimiento obrero estaba, por naturaleza, fijado a este tema, ya que, en su visión, éste vendría a sustituir la superación de la producción de mercancías. Si existe algo que un movimiento crítico del valor puede aprovechar de las ideas posmodernas, ello sólo puede ser el rechazo de la cuestión del poder en el sentido antiguo y positivo –como estrategia de la llamada toma del poder. El poder es una forma fenoménica del fetichismo. En este sentido, se debe criticar a la propia Hannah Arendt, que ontologizó el concepto de poder y lo presentó como un simple momento de la sociabilidad, ya que ella nunca se adentró en un análisis y crítica de la forma del fetiche. No es por azar que teóricos liberales y marxistas, indistintamente, fracasen en esta cuestión.

El poder existe, obviamente, porque el fetichismo todavía existe y estructura la crisis histórica. Sin embargo, el objetivo emancipatorio ya no puede ser conquistar el poder, sino tan sólo desapoderar el poder, que coincide con la superación de la forma de la mercancía. Por supuesto, sería ingenuo suponer que el poder dejará desapoderarse sin conflictos. El capitalismo no saldrá de escena sin aviso previo, como su derivado, el socialismo de Estado. Por eso, una relación negativa con el poder no significa un rechazo a ejercer presión para alcanzar los objetivos propios. Un pacifismo abstracto es tan descabellado como una amenaza de intervención militar. La violencia está siempre al acecho en la constitución fetichista, y, en la crisis, más que nunca. No me refiero solamente a la violencia estatal, sino también a la violencia de bandas criminales y de los productos de la fragmentación del Estado, como, por ejemplo, los salvajes aparatos de «seguridad», que ya no respetan ni a los ciudadanos honestos y exigen una especie de tarifa de pillaje. Pero sería erróneo concentrar el problema de la desapoderación del poder a través de la camisa de fuerza de la cuestión de la violencia.

El embate de un movimiento social (y justamente de esto se trata) contra las instituciones dominantes comienza y transcurre, en general, por debajo del umbral de la violencia. Este embate comenzará por tanto en un estadio bastante precoz y en una dimensión local. Aunque la crisis pueda acarrear todos los compromisos posibles con el aparato, considerados, en su momento, como impensables, esto no debe considerarse crédulamente como una regla. Más bien, lo contrario suele ser el caso. Cuando fui invitado, tiempo atrás, a dar una conferencia sobre el tema «crisis de la sociedad del trabajo» para un grupo de miembros críticos del SPD [Partido Social Demócrata alemán], observé que todos movían negativamente la cabeza respecto a la idea de desvinculación y de reproducción autónoma como una consecuencia posible. Pero, sorprendentemente, no porque los buenos sujetos considerasen esa perspectiva como utópica e irrealizable en términos prácticos. ¡El argumento, casi unánime, consistía en que esto jamás sería permitido por una administración comunal! Su principal interés, de hecho, era permitir sólo actividades que pudiesen tributar y ser gravadas con tasas, que aportasen más «empleos» en la economía de mercado, etc. Y pueden estar seguros de que una asociación local de miembros del SPD conoce el asunto como la palma de la mano. Un movimiento de desvinculación y de superación impulsará, desde el comienzo, una lucha por la supervivencia contra la tendencia «espontánea» de la burocracia capitalista (contra, precisamente, la encarnizada «mafia-gondolera» socialdemócrata y su séquito en los aparatos de la administración), que es incapaz de abrir, voluntariamente, un espacio social «extraterritorial».

Es preciso, en consecuencia, ejercer la presión social y hacer que el poder se ponga de rodillas. En el antiguo movimiento obrero, el principal medio de presión no era la «lucha armada», sino, como es sabido, la huelga. Ilegal en su origen, el «arma de la huelga» se convirtió, al poco tiempo, en un expediente legal y, por fin, ritualizado del debate social inmanente al sistema. La huelga tampoco desaparecerá en el contexto de un nuevo período de transformación, aunque hoy ya haya perdido relevancia. Las fuerzas productivas microelectrónicas contribuyeron a suavizar el efecto del arma de la huelga. «Si tu fuerte brazo lo quiere así / Todos los engranajes tendrán fin» –ese antiguo lema del movimiento obrero ya no vale. En las huelgas, en muchos casos, la producción racionalizada es mantenida casi sin problemas mediante los servicios de urgencia; a veces, durante ellas son descubiertos incluso nuevos potenciales de racionalización.

Como un movimiento crítico del valor o de desvinculación y superación ya no puede, por las razones citadas, centrarse en la empresa o simplemente emular, en términos de organización, la estructura capitalista de reproducción, tendrá que inventar otro medio de presión de lucha social. Éste surge, casi por sí mismo, de la estructura en red y del trato con las fuerzas productivas microelectrónicas, que, de hecho, juntamente con la ecología, fueron las primeras en definir el concepto de red. Un movimiento social de emancipación no se moverá en estructuras cibernéticas, pues el contexto de una red social sólo puede ser construido sobre la comunicación consciente y la decisión libre, pero no sobre un código inconsciente. Sin embargo, con el nuevo pensamiento de las nuevas fuerzas productivas, el propio capitalismo, especialmente en su configuración microelectrónica, puede ser concebido y atacado como un código cibernético fetichista. El medio social de lucha del futuro será, por tanto, la subversión cibernética, que puede imponer las exigencias legítimas incluso sin el respaldo de la legalidad oficial (en cierto modo, de forma análoga a la historia de la huelga).

Subversión cibernética significa, simplemente, paralizar el sistema nervioso de la reproducción capitalista (transporte y tráfico, energía, información) a través de «interrupciones». En vez de la huelga, la interrupción, que es posible en todas partes. El bloqueo de entroncamientos viarios por activistas de sindicatos o camioneros franceses, el bloqueo de las líneas férreas de los transportes Castor por opositores a la energía atómica o el colapso del tráfico en Belgrado, conscientemente provocado por acciones de oposición, demuestran que este tipo de interrupción hace escuela. Esto vale con mayor razón aún para las vías de acceso de la energía y, sobre todo, de la información. Un movimiento que investigue y descubra la interconexión material de la estructura capitalista de reproducción puede, con rapidez, adquirir y universalizar el know-how, a fin de paralizar, a voluntad, el sistema nervioso capitalista.

Con certeza, es imposible anticipar teóricamente un movimiento social de emancipación. Pero es posible y necesario concretar teórica y analíticamente las cuestiones de una superación de la forma del valor y ampliar el debate público sobre el asunto. El foco teórico de la crítica del valor tiene que desarrollar la teoría crítica del fetichismo y de la forma del valor, pero éste, el foco, con relación a la cuestión de la superación, no está obligado a un silencio irreductible en la pura abstracción, ni tampoco necesita aguardar al movimiento social de masas, como los cristianos escatológicos aguardan el Juicio Final. La cuestión de la mediación se impone desde el principio, y una iniciativa teórica de la crítica del valor puede generar su propia «praxis teórica» según los criterios de la desvinculación, al contrario que la empresa académica burguesa. Las posibilidades aún inexploradas que yacen aquí deben ser reflexionadas y promovidas en la práctica.