La pulsión de muerte de la competencia

La pulsión de muerte de la competencia

Las masacres en escuelas de los Estados Unidos y Europa forman parte de un fenómeno social posmoderno a escala planetaria que escenifica la autoperdición del individuo.

Hace algunos años se volvió corriente en el mundo occidental la expresión "masacre en las escuelas". Las escuelas, antaño lugares de la educación más o menos autoritaria, del erotismo púber y de las travesuras juveniles inofensivas, entran cada vez más en el campo de visión de la esfera pública como escenario de tragedias sangrientas. Ciertamente, relatos sobre furiosos homicidas se conocen también en el pasado. Pero a los excesos sangrientos actuales les corresponde una cualidad propia y nueva. Éstos no se dejan encubrir por una niebla de generalidad antropológica. Al contrario, se trata de productos específicos de nuestra sociedad contemporánea.

La nueva cualidad de estos actos de furia asesina se puede constatar en varios aspectos. Por ejemplo, no son acontecimientos muy distanciados en el tiempo, como en épocas anteriores, sino que las masacres tienen lugar, desde los años 90, en una secuencia cada vez más compacta. También son nuevos otros dos aspectos. Un porcentaje grande y desproporcionado de los autores corresponde a jóvenes, una parte incluso a niños. Sólo un número muy pequeño de esos homicidas furiosos padecen una perturbación mental en el sentido clínico; por el contrario, la mayoría están considerados, antes de su acto, "normales" y bien adaptados. Cuando los medios comprueban ese hecho, siempre con aparente sorpresa, admiten indirecta e involuntariamente que la "normalidad" de la sociedad actual lleva consigo el potencial de los actos de furia asesina.

También llama la atención el carácter global y universal de tal fenómeno. Comenzó en los EE.UU. En 1997, en la ciudad de West Paducah (Kentucky) un adolescente de 14 años mató a tiros, después de la oración matinal, a tres compañeros de escuela, y otros cinco resultaron heridos. En 1998, en Jonesboro (Arkansas), un niño de 11 años y otro de 13 abrieron fuego contra su escuela, matando a cuatro niñas y a una profesora. Ese mismo año, en Springsfield (Oregon), un joven de 17 años mató a tiros en una "high school" a dos compañeros e hirió a otros 20. Un año después, dos jóvenes de 17 y 18 años provocaron el célebre baño de sangre de Littleton (Colorado): con armas de fuego y explosivos mataron en su escuela a 12 compañeros, un profesor y, en seguida, se quitaron la vida.

En Europa, esas masacres en escuelas fueron interpretadas desde el principio, todavía en el contexto del tradicional antinorteamericanismo, como una consecuencia del culto a las armas, del darwinismo social y de la escasa educación social en los EE.UU. Pero son justamente los EE.UU., en todos los aspectos, el modelo para todo el mundo capitalista de la globalización, como después se iría a mostrar. En la pequeña ciudad canadiense de Taber, apenas una semana más tarde del caso de Littleton, un adolescente de 14 años disparó a su alrededor, matando a un compañero de escuela. Otras masacres en escuelas fueron notificadas en los años 90 en Escocia, Japón y en varios países africanos. En Alemania, en noviembre de 1999, un estudiante secundario de 15 años mató a su profesora, provisto de dos puñales; en marzo de 2000, un muchacho de 16 años mató a balazos al director de la escuela y después intentó suicidarse; en febrero de 2001, un joven de 22 años mató con un revólver al jefe de su empresa y luego al director de su ex escuela para finalmente él mismo volar por los aires al hacer detonar un tubo de explosivos. El reciente acto de furia homicida de un joven de 19 años en Erfurt, que, a fines de abril de 2002, durante el examen de conclusión del secundario, asesinó con una bomba a 16 personas (entre ellas, casi al cuerpo docente entero de su escuela) y que de inmediato se disparó en la cabeza, fue solamente la culminación, hasta ahora, de toda una serie.

Acontecimiento mediático

Naturalmente, el fenómeno de las matanzas en las escuelas no se puede considerar de modo aislado. La bárbara "cultura del acto de furia asesina" se volvió hace tiempo, en muchos países, un acontecimiento mediático regular; los jóvenes tiradores furiosos de las escuelas forman sólo un segmento de esta microexplosión social. Los relatos de agencias sobre actos de furia homicida en todos los continentes se pueden contabilizar mal todavía; a causa de su frecuencia relativa, sólo son aceptados por los medios cuando tienen un efecto propiamente espectacular. De tal modo, aquel sueco de aspecto correcto que a finales de 2001 acribilló a balazos con una pistola automática a medio parlamento cantonal y después se quitó la vida, llegó a la celebridad mundial tanto como aquel otro universitario francés, graduado y desempleado, que pocos meses después abrió fuego con dos pistolas contra la Cámara Municipal de la ciudad satélite parisina de Nanterre, matando a ocho policías locales.

Si el acto de homicidas furiosos armados es más común que las especiales matanzas en las escuelas, ambos fenómenos están a su vez integrados en el contexto mayor de una cultura de la violencia interna a la sociedad, que está hundiendo al mundo entero en el curso de la globalización. Forman parte de esto las numerosas guerras civiles, virtuales y manifiestas, la economía del pillaje en todos los continentes, la criminalidad de masas armadas, reunidas en bandas en los barrios pobres, en los guetos y en las chabolas; de manera general, es la universal "continuación de la competencia por otros medios". Por una parte, es una cultura de robo y de asesinato, cuya violencia se dirige contra los otros; mientras tanto, los autores asumen el "riesgo" de caer ellos mismos muertos. Pero simultáneamente también aumenta la autoagresión inmediata, como demuestran las tasas crecientes de suicidio entre los jóvenes en muchos países. Al menos para la historia moderna, es una novedad que el suicidio no se practique sólo por desesperación individual, sino también de forma organizada y en masa. En países y culturas tan distantes entre sí como EE.UU., Suiza, Alemania y Uganda, las llamadas "sectas suicidas" despertaron varias veces la atención en los años 90, de manera macabra, por los actos de suicidio colectivo y ritualizado.

Según parece el acto homicida furioso constituye, en la reciente cultura global de la violencia, el vínculo lógico de agresión a los otros y de autoagresión, una especie de síntesis de asesinato y suicidio escenificados. La mayoría de los asesinos furiosos no sólo matan indiscriminadamente, sino que también acaban con su propia vida de inmediato. Y las distintas formas de violencia posmodernas empiezan a fundirse. El autor potencial de latrocinio es también un suicida potencial; y el suicida potencial es también un asesino furioso en potencia. A diferencia de los actos de homicidio furioso en sociedades premodernas (la palabra "ámok"/* proviene de la lengua malaya), no se trata de accesos espontáneos de furia loca, sino de acciones larga y cuidadosamente planeadas. El sujeto burgués está determinado todavía por el "autocontrol" estratégico y por la disciplina funcional incluso cuando cae en la locura homicida. Los asesinos furiosos son robots de la competencia capitalista que quedaron fuera de control: sujetos de la crisis, desvelan el concepto de sujeto moderno, ilustrado, en todas sus características.

Terrorismo suicida

Incluso un ciego en términos de teoría social tiene que ver los paralelos con los terroristas del 11 de septiembre de 2001 y con los terroristas suicidas de la Intifada palestina. Muchos ideólogos occidentales pretendieron atribuir esos actos incondicionalmente, con manifiesta apología, al "ámbito cultural ajeno" del islam. En los medios se dijo de buen grado respecto a los terroristas de Nueva York, formados durante años ininterrumpidos en Alemania y en Estados Unidos, que, a pesar de la integración exterior, "no llegaron a Occidente" desde el punto de vista psíquico y espiritual. El fenómeno del terrorismo islámico, con sus atentados suicidas, se debería al problema histórico de que no hubo en el islam ninguna época de ilustración. La manifiesta afinidad interna entre los jóvenes asesinos furiosos occidentales y los jóvenes terroristas suicidas islámicos demuestra exactamente lo contrario.

Ambos fenómenos pertenecen al contexto de la globalización capitalista; son el resultado "posmoderno" último de la propia ilustración burguesa. Precisamente porque "llegaron" a Occidente en todos los aspectos, los jóvenes estudiantes árabes se desarrollaron convirtiéndose en terroristas. En verdad, a comienzos del siglo XXI, Occidente (léase: el carácter inmediato del mercado mundial y de su subjetividad totalitaria centrada en la competencia) se halla en medio de una gran transformación y bajo condiciones específicas. Pero la diferencia de las condiciones tiene que ver más con la distinta fuerza del capital que con la diversidad de las culturas. La socialización capitalista no es hoy secundaria en ningún continente, sino primaria; y lo que fue hipostasiado por los ideólogos posmodernos como "diferencia cultural", forma más bien parte de una delgada superficie.

El diario de uno de los dos homicidas furiosos de Littleton fue guardado bajo siete llaves por las autoridades norteamericanas, no sin razón. Por indiscreción de un funcionario, se sabe que el joven criminal había anotado lo siguiente, entre otras fantasías de violencia: "¿Por qué no robar en algún momento un avión y hacerlo caer sobre Nueva York?" ¡Qué embarazoso! Lo que se presentó como una atrocidad particularmente pérfida de la cultura ajena, ya antes había tomado forma en la cabeza de un producto salido enteramente de la fábrica de la "freedom and democracy". Hace algún tiempo la esfera pública oficial destacó también la información de que, pocas semanas después del 11 de septiembre en los EE.UU., un adolescente de 15 años se había lanzado sobre un edificio en un pequeño avión. Con toda seriedad, los medios norteamericanos afirmaron que el muchacho había ingerido una dosis excesiva de ciertos preparados contra el acné y que, por eso, padeció una perturbación mental pasajera. Esa explicación es un digno producto de la filosofía de la ilustración en su estadio último positivista.

En realidad, la "sed de muerte" representa un fenómeno social mundial posmoderno que no está ligado a ningún lugar social o cultural particular. Este impulso no puede ser disfrazado, tomándose como la suma de meros fenómenos aislados y fortuitos. Pues evoca aquello que realmente practican los millones que circulan con los mismos patrones intelectuales y emocionales insolubles y juegan con las mismas ideas mórbidas. Sólo en apariencia se diferencian los terroristas islámicos de los asesinos furiosos occidentales individuales, al reivindicar motivos políticos y religiosos organizados. Ambos están alejados por igual de un "idealismo" clásico que podría justificar el sacrificio de sí mismo con objetivos sociales reales.

Respecto de las nuevas y numerosas guerras civiles y del vandalismo en los centros occidentales, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger constató que ahí "ya no se trata de nada". Para entenderlo, es preciso invertir la frase: ¿qué es esa nada de que se trata? Es el vacío total del dinero elevado a fin en sí mismo, que ahora domina definitivamente la existencia como dios secularizado de la modernidad. Ese dios reificado no tiene en sí ningún contenido sensible o social. Ninguna de las cosas y carencias son reconocidas en su cualidad propia, sino que, antes bien, ésta les es extraída para "economizarlas", o sea, para transformarlas en mera "gelatina" (Marx) de la valorización y, de este modo, en material indiferente ("gleich-gültig").

Autoperdición

Es un engaño creer que el eje de esa competencia universal sería la autoafirmación de los individuos. Muy por el contrario, es la pulsión de muerte de la subjetividad capitalista la que ve la luz como última consecuencia. Cuanto más la competencia abandona a los individuos al vacío metafísico real del capital, tanto más fácilmente la competencia se desliza hacia una situación que apunta más allá del mero "riesgo" o "interés": la indiferencia hacia todos los otros se revierte en la indiferencia hacia el propio yo. Abordajes sobre esa nueva cualidad de frialdad social como "frialdad en relación a sí mismo" se hicieron ya en los inicios de la crisis de la primera mitad del siglo XX. La filósofa Hannah Arendt habló en ese sentido de una cultura de la "autoperdición", de una "pérdida de sí mismo" de los individuos desarraigados y de una "debilitación del instinto de autoconservación" a causa del "sentimiento de que nada depende de uno mismo, de que el propio yo puede ser sustituido por otro en cualquier momento y en cualquier lugar".

Aquella cultura de la autoperdición y del auto-olvido que Hannah Arendt refería aún exclusivamente a los regímenes políticos totalitarios de la época se reencuentra hoy, de forma mucho más pura, en el totalitarismo económico del capital globalizado. Lo que en el pasado era estado de sitio, se vuelve estado normal y permanente: el propio cotidiano "civil" se convierte en la autoperdición total de los hombres. Ese estado no concierne solamente a los pobres y a los empobrecidos sino a todos, porque llegó a ser el estado predominante de la sociedad mundial. Esto vale particularmente para los niños y adolescentes, que ya no tienen ningún criterio de comparación y ningún criterio de crítica posible. Es una pérdida de sí idéntica y una pérdida de la capacidad de juzgar en vista del imperativo económico avasallador que caracteriza tanto a las bandas de gamberros, los saqueadores y los criminales como a los autoexplotadores de la "new economy" o a los trabajadores de traje del "investment banking".

Lo que Hannah Arendt dice sobre los presupuestos del totalitarismo político es hoy la principal tarea oficial de la escuela, a saber: "Arrancar de las manos el interés en sí mismo", para transformar a los niños en máquinas productivas abstractas; más precisamente, en "empresarios de sí mismos", por tanto sin ninguna garantía. Estos niños aprenden que deben sacrificarse en el altar de la valorización y experimentar todavía "placer" en ello. Los alumnos de primaria son atiborrados ya con psicofármacos para que puedan competir en el "ganas o pierdes". El resultado es una psiquis perturbada de pura insociabilidad, para la cual la autoafirmación y la autodestrucción se vuelven idénticas. Es el asesino furioso que necesariamente ve la luz detrás del "automanager" de la posmodernidad. Y la democracia de la economía de mercado llora lágrimas de cocodrilo por sus niños perdidos, a los que ella misma educa sistemáticamente para ser monstruos autistas.

Mayo de 2002

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Nota

* En alemán, amokläufe, y en portugués, amoque o amouco, remiten a una perturbación psíquica que se caracteriza por un período de depresión seguido por tentativas violentas de matar a personas. Derivan del malayo ámok ("hombre furioso"). El alemán, amokläufer designa a la persona víctima de esta perturbación. En castellano, no existen palabras equivalentes.



Título original en alemán: "Der Todestrieb der Konkurrenz" (www.krisis.org). Tomado de la edición en portugués de Krisis (http://planeta.clix.pt/obeco). Traducción del alemán al portugués: Luiz Repa. Traducción del portugués al español: R. D.